ESPEJISMOS DE LA VIDA COTIDIANA

Vivimos en un mundo globalizado, el mundo del siglo XXI. Tenemos la posibilidad de comunicarnos con todo el planeta. Las tecno-ciencias amplían las posibilidades de los seres humanos de ponerse en contacto y de hablar. Y llamativamente la soledad y el sufrimiento psíquico van en aumento. Por otra parte, la información se manipula y se practica la vigilancia masiva, al tiempo que el sentimiento de inseguridad aumenta.

Ningún individuo puede escapar al impacto emocional y psíquico que esta época inocula a los seres hablantes. Palabras cargadas de poco contenido pero habitadas por una oferta: la imagen. Y esa imagen genera sentido virtual, un sentido imaginado y alejado del deseo y de la verdad del sujeto.

Así el uso irreflexivo de la tecnología en algunas de sus versiones, hace que los niños y algunos jóvenes, envejezcan antes de tiempo. La infancia es más corta y las pantallas más interactivas. Las pantallas anticipan el futuro, sin dejar el hueco para la ausencia. Todo está presente al instante. Nos sumergen en un después que se desfasa del futuro. El tiempo del futuro se disloca porque se pretende que mañana sea ahora. Con un click busco y encuentro al instante.

No se suspende el tiempo de comprender a la espera de una explicación. La comprensión también debe obedecer a la experiencia de la inmediatez. El instante de ver y el momento de concluir, parecen pegarse, sin que medie el tiempo de comprender.

Casi todo se puede ver, pero brota la disputa entre lo íntimo y lo público. La presencia está entronizada y la ausencia ha perdido prestigio. Hay que estar, hay que estar ahí!! Te tienen que ver, porque si no te ven, no existes!!

Estar conectado es la nueva religión del objeto, del objeto de consumo. Pero mientras estoy conectado, estoy desconectado de mí. Cuando el sujeto queda identificado con el objeto, el sujeto se desdibuja. Su ser se desvanece y queda en manos de otro que se convierte en amo. Por eso al poder le conviene que el sujeto devenga objeto, es más fácilmente manipulable. Que no piense, que está muy ocupado en responder de inmediato, porque fuera de la inmediatez, el éxito no existe. El éxito tiene prisa por ser. El mercado quiere objetos y mientras el sujeto se vuelve objeto, muere su deseo, se agota la esperanza y triunfa la melancolía. Compañera asidua de la soledad.

Nuestro tiempo es un tiempo donde es difícil hacer vivir al deseo por el otro. El goce sin límite se ha apropiado del tiempo. No hay tiempo para el otro. Hay jóvenes que confiesan que están mirando el móvil mientras tienen relaciones sexuales. La pasión por el objeto sustituye a la pasión amorosa. Un pequeño artefacto, un objeto tecnológico de consumo masivo hace que un sujeto quede capturado en la pantalla, en línea o disponible en una temporalidad sin interrupción, que ignora los fines de semana o las horas de descanso. No hay tiempo de descanso, porque el descanso desconecta y eso pone en riesgo las claves del éxito.

El ideal del hombre actual es un yo fuerte, sin falla, compacto y con éxito. El fracaso es inadmisible cuando, por otra parte la vida está llena de fracasos, pero el imperialismo exitista no soporta la quiebra, el agujero, la falta. Que algo falte desmerece el brillo virtual y opiáceo de las grandes bocas del poder. Bocas que no se resignan a tener hambre para poder disfrutar de la comida. Que algo falte es condición para el deseo y la satisfacción.

La clave del éxito está en dirección opuesta al fracaso, término que resulta incómodo, cargado de un sentido pesimista, en tanto alude a lo que se malogra con un resultado adverso a lo que se espera.

Hay una resistencia indudable al encuentro con el fracaso, ya que dicho encuentro habla de la pérdida, del fallo y de la muerte. Tres palabras que lejos de entusiasmarnos nos abocan al reconocimiento de nuestras miserias.

A pesar de nuestros esfuerzos, suele haber algo que se escabulle, y mientras intentamos desanudar los enredos por el que nuestro inconsciente nos lleva, fracasamos en la ficción de estar sirviendo a un Dios engañador que se apropia de un deseo ingobernable, pocas veces reconocido como propio, y que nos confronta con la muerte. Cada fracaso es una pequeña muerte, pero no es el final. Puede ser el principio de la aceptación de nuestros límites, ya que sólo así podremos rehacernos y construir algo nuevo para seguir adelante.

Este Dios engañador está entronizado en el imaginario social circundante. Nos hace creer que el fallo es intolerable, y que el fracaso nos hará extraviar el brillo prístino del que jamás deberíamos habernos desprendido.

La tragedia del hombre es siempre la misma para todos: no encontrar la salida en la dificultad de vivir.

Autor: Mª. Carmen Rodríguez-Rendo

Psicoanalista. Madrid

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