Cuerpo y carne

CRÓNICA DEL MANICOMIO

En principio somos carne, y como tal venimos al mundo. Solo después, cuando vestimos esa carne con imágenes, lenguaje y deseo podemos hablar de cuerpo. Si ya nos ven y nos vemos, nos hablan y hablamos y el deseo va perfilando su gusto por el otro, y el otro su atracción por mí, entonces logramos un cuerpo en sentido pleno, cubrimos la carne y nuestra identidad se va redondeando poco a poco.

Muchos encontrarán confusas las palabras precedentes, pues les costará entender que el cuerpo no sea otra cosa que carne bien vestida. Carne bien trajeada con una indumentaria que no solo se compone de piel, que es un ropaje que se entiende con facilidad, sino también de imágenes, lenguaje y deseos, cuya función de revestimiento, si no conjeturas lo suficiente, se nos escapa. La mentalidad positivista hoy nos mantiene presos dentro de un pensamiento operativo que reduce al mínimo la imaginación especulativa que necesitamos para comprender esto. Un personaje antiguo, en cambio, no tendría dificultades para entenderlo.

Cabe pensar, incluso, que al cuerpo le amenaza la carne constantemente, quizá por su antiguo parentesco. Mas no del modo que al cristiano ortodoxo le espantan sus peligros, que entiende solo como impúdica lujuria, sino con un peligro más profundo, en el cual el anonimato y el sinsentido de la carne amenazan con trastornar el cuerpo. Cuando la cabeza no nos funciona bien y la angustia nos desborda, el primero que lo sufre es el cuerpo, pues la carne entra en ebullición y los vestidos se tensan y nos hacen sufrir. Basta comprobar que cuando nos angustiamos el cuerpo padece dolores, somatizaciones, temblores, eritemas y mil molestias y pejigueras más porque la carne puja por salir. De hecho, sus manifestaciones alimentan el diálogo permanente de las personas. Es difícil estar con alguien sin que en algún momento no se imponga en el diálogo el socorrido tema de nuestros martirios somáticos, de la rebelión carnal que nos atormenta.

Más llamativo y gráfico resulta el papel del cuerpo entre quienes sufren procesos mentales más intensos o más graves. Cuando un sujeto frágil, de esos que la psiquiatría distingue como locos o psicóticos, se siente vulnerable y angustiado, teme el empuje excesivo de la carne, que en su caso bulle, quema y despedaza el cuerpo. En el fondo, a eso se reduce la locura, a una erupción de carne que hace perder la identidad y que, carente de representación, obliga a la persona a buscar explicaciones extemporáneas: se cree dios, le persiguen y le dañan, u oye voces en su interior.

Hasta ahora habíamos cifrado nuestros males en la disarmonía entre el cuerpo y el alma, ahora nos conviene también entenderlo como un desequilibrio carnoso.

Fernando Colina 15.9.23

Publicación autorizada por el autor

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